Nuestra primera vez
Mi primer trabajo tras acabar la carrera no rezumó mucho glamour que se diga. Fue de delineante en una ingeniería, en Bilbao. Pero tuve un gran golpe de suerte: me cayó una casa encima. Me explico. Un ingeniero vinculado a la empresa le pidió a esta que le construyera una vivienda en la urbanización El abanico de Plentzia (Vizcaya), y como el único arquitecto que había por ahí era yo, me lo encasquetaron. En esa empresa lo que se llevaban eran los mega-proyectos y este se les quedaba pequeño; a mí, todo lo contrario. No podía estar más asustado y… feliz.
Empecé con tantas ganas que le hice al cliente decenas de dibujos, acuarelas y maquetas. Mis compañeros ingenieros no entendían nada. Me decían: “Ya tienes el programa, coge este mismo dibujo que está chulo y empezamos a calcular las instalaciones”. Yo, en cambio, seguía dándole vueltas y vueltas al proyecto, ya en mi tiempo libre, porque en la oficina no me dejaban. Al menos, en casa podía acompañar las cavilaciones con mis cintas de Talking Heads, The Cure, Stone Roses… Ahora suena más Wagner.
Por mi cabeza pululaban las viviendas de Alvar Aalto, Arne Jacobsen, Frank Lloyd Wright, Francisco Cabrero, Javier Carvajal –que fue mi profesor– y, sobre todo, la de Jesús Huarte en Puerta de Hierro (Madrid, 1966), diseñada por José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún. De hecho, con unos ahorrillos me compré un monográfico sobre esta pareja de arquitectos. Aunque, lógicamente, me tenía que contener, pues no podía reproducir igual los dobles espacios, la estructura metálica, los revestimientos de pavés…
Tenía claro, eso sí, que quería cubiertas inclinadas. Había puesto mucha atención a un juramento del Pritzker australiano Glenn Murcutt, quien a raíz de su primer proyecto decidió no volver a hacerlas planas. “Es antinatural”, decía. Más aún en un clima lluvioso como el vizcaíno. Además, en una vivienda unifamiliar crea espacios muy acogedores en el piso superior. ¿Será que influye el subconsciente y reproducimos la cueva del hombre primitivo? No lo descarto.
El cliente me vio tan entusiasmado que me dejó hacer. Tampoco le arrollé. Puse al servicio del proyecto mis mejores maneras y se confirmaron mis sospechas: que vale tanto ser buen arquitecto como buen comercial, lo que entiendo que se aplica a casi cualquier profesión. También descubrí que no me había equivocado. Era el trabajo que quería hacer. Y no cejé en el empeño, lo que obtuvo sus frutos pese al susto inicial: a mitad de obra, la ingeniería para la que trabajaba cerró. Irrumpía la crisis de los 90. Pero yo seguí como director de obra y, al acabar, tuve onerosos cantos de sirena que me tentaron con cambiar de sector (me vi trabajando en el Banco Santander e hice un máster en finanzas). No lo hice y funcionó. Con este batallita de abuelo cuchuflo aprovecho para lanzar un mensaje de optimismo a los que empiezan. Solemos ser más fuertes de lo que creemos.
Veinte años después he vuelto a mi primera casa. Ahí seguía. Solo ha cambiado el color de la fachada, y la vegetación se ha extendido profusamente. Me gustó lo que vi. Si me pidieran que la volviera hacer, creo que saldría un calco.