Apuntes 03/23

Después de años de inexplicable parón, con la obra ya concluida, al fin ha abierto el Museo de las Colecciones Reales de Madrid, que completa a la perfección al Prado. Lo hace porque muestra «todo lo demás» perteneciente al inmenso y rico patrimonio de los Habsburgo y Borbón: tapices, esculturas, relojes… y también alguna pintura. Arquitectónicamente es una maravilla de Mansilla (ya fallecido) y Tuñón. Cierra a la perfección la plaza de Oriente tal como se concibió en origen con un propuesta sobria que hace una relectura fantástica de los materiales del entorno y brinda espacios magníficos para el tipo de colección que atesora el museo, donde cabe casi de todo.
El proyecto viene de lejos. Durante la II República, el presidente Manuel Azaña decretó construir el Museo de Armas y Carruajes, que la Guerra Civil impidió que se hiciera realidad. Se retomó la idea un par de veces más, y no fue hasta 2002 que se adjudicó su obra, tras concurso público, a los arquitectos Luis Mansilla y Emilio Tuñón. La razón de ser del edificio era obvia: Madrid tiene depositada la colección de armamento antiguo más importante del mundo, después de la que exhibe el Museo de Historia Militar de Viena; la más importante de carruajes, tras la del Museo Nacional dos Coches de Lisboa; y la más importante de tapices –tercera pata que se unía al programa–, después de la que se esconde junto a la basílica de Santa Sofía, en Estambul. Tres tesoros guardados por Patrimonio Nacional que tocaba mostrar en todo su esplendor.
El museo es una máquina de precisión: el 20% de las instalaciones las ocupa la sala de máquinas, encargada de que la humedad relativa sea del 50%, de que la temperatura en invierno se fije en 22°, en verano a 24°, y de que las pantallas frente a la ventana bajen al 50% o el 80% al atardecer, pues la fachada mira a poniente, hacia la Casa de Campo madrileña.
“La obra es una continuación hacia el sur del Palacio Real. En realidad, tal como lo previó Juan Bautista Sachetti, el arquitecto original, que hizo un trabajo fantástico y es ahora cuando se empieza apreciar. Nos basamos en sus planos en el proyecto que presentamos al concurso. Hay una sintonía armónica con todo el conjunto. Lo remata”, explica Tuñón, orgulloso también por la forma en que el museo funciona como basamento de La Almudena, que ha surgido del enorme esfuerzo estructural necesario para la contención de un terreno en pronunciada pendiente, desde donde dominaba la zona la antigua alcazaba musulmana. Él subraya su carácter funcional: “Es una arquitectura sobria y estable, que opta por la discreción y está más próxima a la de las grandes obras civiles de este siglo que la plegada al ornamento y la decoración. Es decir, la ‘estética de los ingenieros’ cualifica la propuesta y la lleva a un realismo pragmático que evita exageraciones formales allí donde no son necesarias”.
Asimismo, existe una prolongación en términos de materiales con respecto al Palacio Real: las paredes de hormigón blanco replican la piedra blanca de Colmenar y manda el granito, omnipresente en los monumentos de la capital y sus alrededores. Otro eco del pasado resuena en la discreta entrada por el patio del Palacio Real, situada a ras de suelo, sin casi sobresalir. Es seña de una arquitectura “introvertida”, tal como la denomina Tuñón. “Propia de la tradición castiza, donde la sorpresa aguarda dentro”. Al cruzar las puertas las proporciones son aún contenidas, para desmadrarse al bajar a la primera planta. Grandes rampas conectan un piso con otro acompañadas de fantásticos pasamanos de granito.